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DIMENSIONES Y PROYECCIONES DEL SER HUMANO
Juan José Bocaranda E
Cuando Aristóteles anotó que el hombre es un animal racional, no pretendió dar una definición plena del mismo, sino destacar la racionalidad frente a la animalidad. Y lo decimos porque el hombre no es sólo racional, sino también ético y espiritual.
La animalidad, la racionalidad, la moralidad y la espiritualidad, constituyen otras tantas dimensiones de lo humano, que debemos tener presentes para realizarlas cotidiana y permanentemente, como proyecciones de lo humano.
Debemos aspirar a la plenitud, conjugando, en forma consciente, armónica y eficaz, aquellos cuatro atributos. Cuando no existe la debida proporción, estamos en presencia de lo que alguien ha llamado “hombre unidimensional”, desequilibrado, antítesis del hombre trascendente, que desarrolla en sí las cuatro dimensiones.
Son unidimensionales, por ejemplo, el hombre o la mujer que sólo otorguen importancia a la animalidad, abstrayéndose de las dimensiones correspondientes a las esferas de la razón, de la moral y del espíritu. Bien está que cultivemos nuestras potencialidades físicas y vivamos consciente y adecuadamente los aspectos que corresponden a nuestra animalidad, como alimentarnos, descansar y divertirnos. Lo negativo y lo nocivo está en que olvidemos o neguemos importancia a la necesidad “humana” de cultivar la racionalidad mediante el estudio y el conocimiento, y actuando en forma racional en el desenvolvimiento práctico de la vida y en la solución de los problemas que ella plantea.
Tampoco olvidemos realizar los valores éticos o morales en nuestras relaciones familiares y sociales, como el respeto, la fraternidad y la solidaridad. Y, del mismo modo, no dejemos de lado nuestros deberes espirituales, que no debemos confundir con los dogmas religiosos.
Cada una de estas dimensiones tiene sus propias características y genera consecuencias conforme a su naturaleza, sembrando en el ser humano, cuando se les conjuga y armoniza, una sensación de plenitud espiritual que se traduce en la “alegría de vivir”, que de por sí se evidencia como “alegría de servir”.
Cuando funciona la plenitud de lo humano, podemos proyectar la síntesis vivenciada de las cuatro dimensiones, hacia nuestras esferas familiar, social y laboral: percibiremos con alegría cómo la familia y el trabajo dejan de ser una carga y pasan a convertirse en una oportunidad para el ascenso espiritual.
Amemos nuestro trabajo; desempeñémoslo con alegría; hallemos en él una oportunidad para realizarnos, no sólo porque nos permite alimentarnos y alimentar a nuestra familia, sino también porque a través de él desarrollamos nuestra racionalidad y disfrutamos la oportunidad de servir a los demás.
Servir a los demás devenga ganancias espirituales, porque nos enriquece, haciéndonos más nobles y dignos. El día en que los funcionarios sientan la “alegría de servir”, mejorará la sociedad, mejoraremos todos, porque nos alejaremos de la mera y burda animalidad con la que nos topamos en la jungla del diario vivir.
La animalidad, la racionalidad, la moralidad y la espiritualidad, constituyen otras tantas dimensiones de lo humano, que debemos tener presentes para realizarlas cotidiana y permanentemente, como proyecciones de lo humano.
Debemos aspirar a la plenitud, conjugando, en forma consciente, armónica y eficaz, aquellos cuatro atributos. Cuando no existe la debida proporción, estamos en presencia de lo que alguien ha llamado “hombre unidimensional”, desequilibrado, antítesis del hombre trascendente, que desarrolla en sí las cuatro dimensiones.
Son unidimensionales, por ejemplo, el hombre o la mujer que sólo otorguen importancia a la animalidad, abstrayéndose de las dimensiones correspondientes a las esferas de la razón, de la moral y del espíritu. Bien está que cultivemos nuestras potencialidades físicas y vivamos consciente y adecuadamente los aspectos que corresponden a nuestra animalidad, como alimentarnos, descansar y divertirnos. Lo negativo y lo nocivo está en que olvidemos o neguemos importancia a la necesidad “humana” de cultivar la racionalidad mediante el estudio y el conocimiento, y actuando en forma racional en el desenvolvimiento práctico de la vida y en la solución de los problemas que ella plantea.
Tampoco olvidemos realizar los valores éticos o morales en nuestras relaciones familiares y sociales, como el respeto, la fraternidad y la solidaridad. Y, del mismo modo, no dejemos de lado nuestros deberes espirituales, que no debemos confundir con los dogmas religiosos.
Cada una de estas dimensiones tiene sus propias características y genera consecuencias conforme a su naturaleza, sembrando en el ser humano, cuando se les conjuga y armoniza, una sensación de plenitud espiritual que se traduce en la “alegría de vivir”, que de por sí se evidencia como “alegría de servir”.
Cuando funciona la plenitud de lo humano, podemos proyectar la síntesis vivenciada de las cuatro dimensiones, hacia nuestras esferas familiar, social y laboral: percibiremos con alegría cómo la familia y el trabajo dejan de ser una carga y pasan a convertirse en una oportunidad para el ascenso espiritual.
Amemos nuestro trabajo; desempeñémoslo con alegría; hallemos en él una oportunidad para realizarnos, no sólo porque nos permite alimentarnos y alimentar a nuestra familia, sino también porque a través de él desarrollamos nuestra racionalidad y disfrutamos la oportunidad de servir a los demás.
Servir a los demás devenga ganancias espirituales, porque nos enriquece, haciéndonos más nobles y dignos. El día en que los funcionarios sientan la “alegría de servir”, mejorará la sociedad, mejoraremos todos, porque nos alejaremos de la mera y burda animalidad con la que nos topamos en la jungla del diario vivir.
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